YUNGAY, CIUDAD
MÁRTIR
Pedro Ferradas Manucci
El domingo 31 de mayo de 1970, un
potente terremoto causó el desprendimiento de una losa de hielo y rocas de 800
metros de ancho y 1.2 kilómetros de largo de la escarpada cara noreste del
nevado Huascarán. En su recorrido a una velocidad que fluctuó entre 217 y 435
kilómetros por hora, el alud arrastró hasta cincuenta millones de metros
cúbicos de rocas y lodo y sepultó la ciudad de Yungay y varias pequeñas
comunidades vecinas.
Este desastre causó la muerte de
70,000 personas, hirió a 140,000, dejó sin hogar a medio millón, afectó la vida
de tres millones y causó pérdidas económicas estimadas en quinientos mil
millones de dólares. El 80% de las edificaciones (160 mil) fueron destruidas,
incluidas las escuelas, edificios e instalaciones de servicios públicos y de
empresas privadas. Ciento cincuenta y dos ciudades y 1,500 pueblos ubicados
principalmente en el departamento de Ancash fueron gravemente dañados o
destruidos. La extensión del área afectada fue mayor que las de Bélgica y
Holanda juntas.
Anthony Oliver-Smith, autor de
Yungay, ciudad mártir. Muerte y renacimiento en los Andes,1 es profesor emérito
de la Universidad de Florida y ha recibido distinciones por su trabajo
antropológico sobre desastres y procesos de reasentamiento y desplazamiento
involuntarios. Desde 1970, cuando inició su experiencia académica en este
campo, se ha dedicado a la investigación sobre desastres, proyectos de
desarrollo y cambio climático en diez países de América y Asia.
En el libro, hace un análisis del
desastre ocurrido en 1970 que incluye un examen de los antecedentes históricos
que incidieron tanto en el impacto como en la respuesta a la catástrofe y la
posterior reconstrucción, centrándose en los sobrevivientes y damnificados que
hicieron posible el renacimiento de la nueva ciudad de Yungay, todo lo cual
permite extraer valiosas lecciones para futuros estudios de riesgo, respuesta y
reconstrucción.
Al dar cuenta de los antecedentes
históricos, Oliver-Smith evoca los desastres generados por desprendimientos de
los nevados de la Cordillera Blanca como el que destruyó la ciudad de Ancash en
1725; el que generó un poderoso torrente de agua y escombros provenientes del
desborde de la laguna Palcacocha y causó la muerte de 5,000 habitantes de
Huaraz en 1941; y el aluvión que sepultó el poblado de Ranrahirca en 1961.
Refiriéndose a Yungay,
Oliver-Smith analiza las distintas relaciones de dominación y tenencia de la
tierra, la ocupación y explotación por los indígenas de las tierras ubicadas en
las partes altas, y la apropiación de las tierras bajas por los grupos sociales
más privilegiados que establecieron sus domicilios allí, además de un pequeño
sector compuesto por comerciantes, profesionales, artesanos, y campesinos. La
ciudad de Yungay era la capital de una provincia que en los años previos al
desastre tenía sólo tres de sus ocho distritos conectados por carretera. Yungay
era importante por su centralidad política y administrativa, pero sobre todo
por su relevancia comercial y sus centros educativos y religiosos.
El libro se apoya en numerosos
testimonios de los pobladores de Yungay que dan cuenta de la vida cotidiana y
de las aspiraciones de progreso de las familias. La experiencia del terremoto y
el aluvión se narra a partir de los relatos de los sobrevivientes. Una tesis
central del estudio es que un desastre y sus efectos en una comunidad debe
tener en cuenta tanto los aspectos de adaptación y cambio como el drama del
impacto. En consecuencia, se examinan los procesos de reconstrucción de la vida
material, social y psicológica que permitieron a los sobrevivientes y
damnificados recuperarse de pérdidas mayores como las de la familia, la
comunidad y la cultura. El libro sostiene también que, cuando las personas
atraviesan por un desastre, su respuesta al evento se basa en las experiencias
y los conocimientos que vienen del pasado, y no exclusivamente en las
condiciones nuevas y únicas de la tragedia que los abate en ese momento. Esto
les permite adaptarse a fuerzas abrumadoras de destrucción y cambio.
Es crucial tener en cuenta que la
tragedia de Yungay tuvo lugar en un contexto más amplio de rápidas
transformaciones producidas durante el gobierno militar presidido por Juan
Velasco Alvarado y el inicio de la Reforma Agraria. Oliver-Smith señala que “el
verdadero significado de Yungay revela la importancia de la comunidad, sus
rituales y expresiones simbólicas para la supervivencia en un periodo marcado
por cambios masivos y disruptivos” (43). Los sobrevivientes de Yungay pudieron
comprender y valorar el cambio y, al elegir mantenerse cerca de la desaparecida
ciudad, consiguieron un cierto nivel de continuidad, aún aceptando los riesgos
de su territorio.
El día del terremoto, las
actividades familiares, comerciales y recreativas condicionaron la ubicación de
los residentes y de las personas que no vivían en Yungay pero estaban visitando
a sus parientes o asistían a la feria dominical en la que los campesinos
procedentes de las comunidades cercanas ofrecían sus productos. Las reacciones
de los habitantes de Yungay y sus alrededores muestran cómo, después del
desastre, las distinciones y barreras étnicas y de clase desaparecieron
temporalmente. Los sobrevivientes de la ciudad se concentraron en la ladera de
un cerro donde los pobladores de las comunidades indígenas les brindaron ayuda
alimentaria a la par que los sobrevivientes albergaron en el campamento de
refugiados a los comuneros heridos o que habían perdido sus viviendas.
El 3 de junio, Yungay tuvo el
primer contacto con el mundo exterior desde el desastre. Huaraz había perdido
16,000 de sus habitantes al colapsar numerosas edificaciones; las ciudades a lo
largo de la Cordillera Blanca estaban desconectadas entre sí y, en general, la
información sobre lo ocurrido en el Callejón de Huaylas era inexistente.
El desastre motivó la solidaridad
nacional e internacional, incluida la de la entonces Unión Soviética, Cuba,
Estados Unidos y los países limítrofes con el Perú. Si bien la ayuda
internacional y la asistencia contribuyeron a la sobrevivencia de la población,
también tomaron el lugar de las adaptaciones comunitarias y se convirtieron en
algunos casos en focos de conflicto cuando reaparecieron las distinciones y
barreras étnicas y de clase entre los sobrevivientes.
Las formas de ayuda y los métodos
de atención de la emergencia fueron evolucionando progresivamente, ya que en
ese entonces no existían planes de contingencia. Inicialmente, la ayuda era
arrojada desde helicópteros en las cercanías de las ciudades, pues las
carreteras y los caminos estaban destruidos e interrumpidos. La ayuda para las
comunidades más alejadas llegó después e incluso no llegó, dada la precariedad
de la información y la inaccesibilidad existente. Adicionalmente, se carecía de
procedimientos para evaluar los daños y calibrar las necesidades, por lo que el
número de víctimas y damnificados no fue adecuadamente estimado y no siempre se
seleccionó la ayuda más apropiada.
El libro explica que la respuesta
del Estado ante el desastre careció de una estrategia para restablecer un
sentido de integridad y autosuficiencia personal y comunitaria en la población
afectada. Esto habría significado la provisión de apoyos que abarcaran desde la
presencia de psicólogos hasta programas de crédito o donaciones destinadas a
generar fuentes de trabajo o de fondos para pequeñas inversiones. A pesar del
tiempo transcurrido, esta observación podría ser válida para los desastres más
recientes en el Perú, pues la calidad de la respuesta estatal no ha cambiado
mucho. Si bien en desastres más recientes se ha brindado apoyo psicológico, la
tendencia ha sido a focalizarse en la recuperación individual o familiar y no
en la comunitaria. En el ámbito de la asistencia económica, los fondos para
pequeñas inversiones suelen enmarcarse en el sistema crediticio existente, el cual
no siempre es accesible a los más pobres.
Tres semanas después de la
catástrofe, el gobierno inició formalmente la “rehabilitación y reconstrucción”
para lo cual se creó el Comité de Reconstrucción y Rehabilitación de la Zona
Afectada (CRYRZA). Como detalla Oliver-Smith, se instalaron cuatro campamentos
que rivalizaban para convertirse en la nueva ciudad y capital provincial. A las
nuevas organizaciones, se añadió la presencia de la Junta de Asistencia
Nacional (JAN), presidida por la primera dama Consuelo González de Velasco, que
brindó apoyo alimentario a los campesinos que trabajaron en la reconstrucción
del sistema de irrigación. Los salarios de las agencias de cooperación y los
programas de apoyo nutricional redujeron notablemente la explotación del trabajo
indígena en los centros urbanos.
El campamento Yungay Norte fue
ubicado en las tierras más bajas del cerro Atma, cerca de la sepultada ciudad
de Yungay y de la quebrada donde en 1725 desapareció el pueblo de Ancash. El
pequeño grupo sobreviviente de las élites urbanas de Yungay formó un núcleo y,
en su entorno, empezó a establecerse una nueva población integrada
mayoritariamente por personas de origen rural que habían perdido sus viviendas,
que vieron interrumpidas las actividades agrícolas por la afectación de los
sistemas de riego y que no recibieron ayuda alguna. Se creaba así una comunidad
de sufrientes que reconocían y articulaban su necesidad con la del otro y la
cooperación de todos para la supervivencia.
La rehabilitación y la
reconstrucción se fueron convirtiendo en temas de polarización política para
los sobrevivientes, el gobierno y los partidos de oposición. El gobierno, al
pretender instituir un programa piloto de desarrollo, requirió de estudios
previos que postergaron las medidas que evitarían que la población siguiera
viviendo en condiciones deplorables. Los habitantes de Yungay Norte tuvieron
que vivir en viviendas provisionales hasta cuatro años a pesar de que estaban
diseñadas para durar dos años (226).
La magnitud del desastre, que
ocasionó numerosas muertes y pérdidas materiales, explica en gran medida la
aparición de nuevas y variadas relaciones de parentesco y lazos de comunidad.
Una de las carencias más sentidas por muchos sobrevivientes urbanos fue la
pérdida de un aspecto de su identidad social, una parte integral de su propio
mapa cognitivo individual. Los yungainos hicieron duelo no sólo por la gente
sino también por los lugares y los objetos que ya no existían y por la
inviabilidad de sus anteriores costumbres en el nuevo entorno.
Los representantes del gobierno
plantearon que, si bien el campamento Yungay Norte estaba en un lugar seguro,
de convertirse en capital de la provincia, crecería y con el tiempo las zonas
de riesgo serían ocupadas. Los líderes y la población de Yungay Norte
argumentaron a favor de mantener ahí la
capital provincial porque, por su ubicación, era un nudo central de la red de
poblados rurales que abastecía de alimentos a la ciudad y proveía la mano de
obra para su reconstrucción. Yungay Norte era también un lugar accesible para
el aprovisionamiento de las comunidades. Adicionalmente, se dijo que el turismo
continuaría siendo una de las principales fuentes de ingreso de la ciudad. En
suma, los funcionarios aseguraban que un “centro político no es nada si no es
un centro comercial” (290).
La reafirmación de que ”Yungay se
queda aquí” se hacía en las fiestas y procesiones tradicionales y en las
celebraciones que se empezaron a hacer en el campamento Yungay Norte, en las
reuniones lideradas por los sobrevivientes donde participaban los campesinos
que migraron luego del sismo y en las actividades de las distintas
instituciones políticas y educativas, así como de las organizaciones
culturales, religiosas y deportivas que resurgieron en el campamento. También
se formó la Asociación para la Rehabilitación y Reconstrucción de Yungay para
coordinar e impulsar la campaña política orientada a mantener la capital en
Yungay. En el primer aniversario del desastre, al que asistieron diversas
autoridades nacionales y regionales, además de numerosos visitantes, los
líderes y la población de Yungay Norte presentaron como un hecho consumado al
nuevo Yungay al organizar la ceremonia de su fundación (328).
El plan de desarrollo urbano del
nuevo Yungay que finalmente elaboraron los funcionarios de CRYZA (Comité de
Reconstrucción y Rehabilitación de la Zona Afectada) ubicó el sector
residencial en la parte más alta y alejada del peligro de deslizamientos. La
implementación inicial del plan comprendió la instalación de un hospital
prefabricado donado por Cuba, cien casas prefabricadas de madera donadas por la
Unión Soviética y un programa de viviendas edificadas mediante un sistema de
autoconstrucción y préstamos proporcionados por el Estado. Cada familia podía
elegir entre cinco diseños y la autoridad de la reconstrucción proporcionó las
instalaciones de agua y electricidad. Las casas tenían diferentes precios según
cuán cerca estaban de la plaza de armas. Todas tenían tres dormitorios, baño y
cocina. La casa de mayor precio costaba 600 dólares y se podía pagar en diez
años. Si bien en el libro no se precisa cuántas casas fueron construidas con
ese sistema, se señala que un año después del desastre la población del nuevo
Yungay era de 1,800 habitantes.
En 1980 el autor retornó al
Callejón de Huaylas y encontró que la ampliación y pavimentación de la
carretera de la costa hasta Caraz y el nuevo aeropuerto en Huaraz habían
fortalecido la integración regional, tanto comercial como turística,
beneficiando a Yungay. Los descontrolados procesos inflacionarios y una sequía
limitaban las posibilidades de los agricultores para acceder a fertilizantes y
herramientas, a la par que se habían hecho más dependientes de los comerciantes
intermediarios agrícolas.
Oliver-Smith observó también que
las relaciones de compadrazgo favorecidas por las opciones laborales para la
reconstrucción de Yungay habían reemplazado a la dependencia servil anterior.
La dinámica de crecimiento de la ciudad, al igual que en otras ciudades del
Perú, se diferenciaba significativamente de la planificación inicial. Los
migrantes indígenas construían sus precarias viviendas en las partes más altas
de la ciudad y muchos empezaban a construir el segundo piso de las viviendas
diseñadas originalmente por el programa de reconstrucción para destinar la
primera planta a actividades generadoras de ingresos.
La historia que Oliver-Smith
reconstruye en el libro que hemos comentado constituye un punto de quiebre en
la relación entre el Estado peruano y los desastres naturales. La respuesta al
desastre de 1970 produjo cambios muy importantes en el Perú en lo que toca a la
preparación y respuesta frente a los desastres ya que, hasta entonces, no
existían instituciones dedicadas a ello en el nivel nacional ni local. En 1972,
se creó el Sistema Nacional de Defensa Civil (SINADECI) y, en 1987, se creó el
Instituto Nacional de Defensa Civil. Este último encabezó el sistema de
respuesta a los desastres, que involucró al gobierno nacional, a los gobiernos
locales y a los gobiernos regionales. INDECI tuvo un fuerte liderazgo e incluso
tuvo a su cargo la ejecución de algunas obras de limpieza de cauces o
reforzamiento de defensas ribereñas. A partir de 1998, tales obras estuvieron a
cargo de instituciones dependientes de los ministerios que también elaboraron
estudios y mapas de zonificación de peligros y, más recientemente, sistemas de
monitoreo de lagunas y glaciares. INDECI asumió desde entonces un mayor
liderazgo técnico y de coordinación para la preparación de las instituciones y
la población así como para la coordinación interinstitucional de la respuesta
humanitaria, propiciando también el desarrollo de sistemas de alerta temprana.
En 2011, el SINADECI fue reemplazado por el Sistema Nacional de Gestión del
Riesgo de Desastres (SINAGERD).
Si bien el Perú afrontó desastres
derivados de terremotos como los de Alto Mayo en 1990 y 1991; de Nasca en 1996;
de 2001 en Moquegua, Tacna y Arequipa; y, en 2007, en Pisco y Chincha; o las
inundaciones derivadas de los fenómenos El Niño en 1998 y 2017, estos eventos
no tuvieron las dimensiones del terremoto de 1970. El Estado respondió a las
emergencias mediante asistencia humanitaria y la reconstrucción de locales
públicos; también brindó apoyo a los damnificados mediante créditos para la
habilitación de terrenos y construcción de viviendas. Un problema importante en
la reconstrucción de viviendas con apoyo estatal sigue siendo la carencia de
orientación técnica como la que se dio en la ciudad de Yungay después del
desastre de 1970, a pesar de que la mayor parte de los damnificados suele
autoconstruir sus casas. La única experiencia significativa de reconstrucción
después de la creación del SINAGERD ha tenido lugar a partir de las
inundaciones del año 2017 cuando, al igual que en décadas anteriores, se creó
una entidad que, desde Lima, dirigió el proceso de elaboración y ejecución de
estudios y obras públicas. SINAGERD ha sido objeto de cuestionamientos por su
limitada eficiencia.
Actualmente, la ciudad de Yungay
tiene más de ocho mil habitantes y ha crecido ocupando algunas zonas de riesgo
por aluviones y deslizamientos. Si bien los riesgos son significativamente
menores a los de la antigua ciudad, a medida que se incrementa la población, se
tiende a ocupar terrenos cada vez más peligrosos. Las dinámicas de crecimiento
de las ciudades en un territorio como el del Callejón de Huaylas requieren de
terrenos seguros que no necesariamente son espacialmente continuos. Situándonos
en un contexto general de respuesta a desastres, las tareas de reubicación y
reconstrucción deberían tener en cuenta la interacción entre la ciudad y el
campo, así como los intereses y expectativas económicas, sociales y
comunitarias de la población, además de su crecimiento futuro.
Pedro Ferradas Mannucci
Licenciado en Sociología de la
Pontificia Universidad Católica del Perú y Magíster en Educación para el
Desarrollo Local de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido director del
Centro de Estudios y Prevención de Desastres (PREDES), gerente del Programa de
Gestión del Riesgo y Adaptación al Cambio Climático de la Oficina para América
Latina de Practical Action, coordinador de desastres de Save The Children en
Centro América y El Caribe. Docente universitario y consultor en Gestión del
riesgo en la Comunidad Andina, Banco Interamericano de Desarrollo, Banco
Mundial, Minedu, Ministerio de Vivienda y diversas instituciones de agua y
saneamiento. Autor de doce libros sobre temas de desastres naturales y cambio
climático.
https://tramacritica.pe/critica/2024/09/01/yungay-ciudad-martir/
Yungay Noticias.