sábado, 3 de abril de 2010

LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO

LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
I. IMPORTANCIA PARTICULAR DE ESTE MILAGRO.
Entre los muchos milagros obrados por Jesucristo, hay uno que á todos sobrepuja por su grandeza y excelencia: hablo del portento de su propia resurrección. El cual es tan notable, que basta, por sí solo, para constituir una prueba sumaria y perentoria de la divinidad de la misión y de la doctrina de Jesucristo.
Pero, además, tiene esta prueba la ventaja de que; aun las inteligencias menos cultivadas, pueden apreciar su valor, pues basta tener corazón sincero y que busque de buena fe la verdad, para que al punto se deje seducir por su encanto. Porque, en efecto, cosa clara es que si Jesucristo realmente ha vuelto á la vida, como Él había predicho, su misión es divina; pues es imposible que Dios, cuya santidad, sabiduría y bondad son infinitas, haya querido realizar la pre­dicción de un impostor y sellar su doctrina con el sello más incontestable de la verdad.
Jesucristo mismo, al predecir su resurrección, la presenta como la prueba más convincente de su misión divina. Lo mismo hicieron en sus predicaciones los Apóstoles; y cuando se trató de escoger un discípulo que reemplazara al traidor judas, exigieron como condición que fuese uno de los testigos que presenciaron la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. (Act., 1, 22.) San Pablo no duda en declarar que sería vana su predicación, lo mismo que la fe de los cristianos, si Cristo no hubiese resucitado. (I Corintios, 15.) En fin, los mismos enemigos de Jesucristo, los judíos, estaban tan convencidos de la fuerza de­mostrativa de semejante milagro, si llegara á reali­zarse, que apostaron un cuerpo de guardia, junto al sepulcro, para impedir de este modo cualquier trampantojo; y todo el mundo sabe que no ha habido tiempo alguno en que los adversarios de la Revelación no hayan puesto en juego cuantos medios esta- iban á su alcance para echar por tierra un hecho tan capital.
Mostremos, pues, que el suceso de la resurrección del divino Fundador del Cristianismo aparece, sólo real y muy cierto, sino que además, es, en sí mismo, importante y decisivo. Y, ante todo, proba­remos que le ha dado Dios tales garantías de verdad, que, para no admitirlo, sería necesario cerrar obstinadamente los ojos á la misma luz.
II. Exposición HISTÓRTICA. -
Comenzaremos por resumir los principales detalles de este grande acontecimiento, tales como se encuentran en los Evangelios.
El viernes, víspera del sábado, hacia las tres de la tarde, fueron los soldados, como de costumbre, á romper las piernas de los ajusticiados. Después de haber cumplido este requisito con los dos ladrones, viendo que Jesús había ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al punto salió de la herida sangre y agua. (S. Juan, testigo ocular de la muerte de Jesús, cap. XIX.) A la caída de la tarde, José de Arimatea, noble decurión, pide á Pilatos el cuerpo de Jesús; Pilatos se informó, del centurión que había presidido al suplicio, si Jesús había realmente muerto. Fué, pues, bajado el cuerpo de la cruz; José y otro discípulo de Jesús llamado Nicodemus lo embalsa­maron y envolvieron en un lienzo blanco y varias fajas, y lo depositaron, junto con los aromas, en un sepulcro nuevo que José había labrado para sí mismo en la roca. Después de esto, y cerrada la abertura del sepulcro con una gran losa, se reti­raron.
La misma tarde en que los príncipes de los sacerdotes y los fariseos hicieron poner guardia al sepulcro, dijeron á Pilatos (1): -Ahora nos acordamos que ese impostor dijo, cuando aún vivía: Después de tres días resucitaré... Sus discípulos podrían, pues, robar el cuerpo y decir al pueblo que resucitó de entre los muertos; y así sería este último engaño peor que todos los anteriores.» Pilatos les concedió que se encargasen ellos mismos de custodiar el sepulcro, lo cual hicieron ellos sellando la piedra y poniendo guardas.
El domingo, al apuntar la primera luz del día, sobrevino un fuerte temblor de tierra; un ángel, en forma humana, de aspecto fulgurante, como un relámpago, y cubierto de vestiduras blancas como la nieve, revolvió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. El sepulcro estaba vacío; no quedaban en él sino los lienzos y, junto á éstos, el sudario cuidadosamente plegado. Los guardas, sobrecogidos de espanto, se escaparon y fueron á contar á los prínci­pes de los sacerdotes lo que había acontecido. Estos les dieron dinero para que confesaran que, habiéndose ellos dormido, vinieron los discípulos de Jesús y robaron el cuerpo.
El mismo día, y muchos de los siguientes hasta su ascensión, Jesús se dejó ver, por intervalos, de María Magdalena, de otras santas mujeres, de sus discípulos, ya separados, ya reunidos. En estas apariciones les hablaba del reino de Dios, y les daba pruebas sensibles de la verdad de su resurrección, comiendo con ellos, mostrándoles y haciéndoles tocar las llagas, que había querido conservar en los pies, en las manos y en el costado. Por última vez se apareció, en un monte de Galilea, á más de quinientos discípulos reunidos, y delante de ellos se elevó hasta el cielo. (S. Mat., XXVIII; S. Marca, XVI; S. Luc., XXIV; S. Juan, XX, XXI; Actos, I; I Cor., XV.)
Tal es, en resumen, la narración evangélica sobre que se apoya nuestra demostración. Si es exacta, dedúcese, con toda evidencia, que el hecho de que se trata no puede explicarse sino mediante la interven­ción divina. Esto es tan cierto, que ni los mismos in­crédulos han soñado jamás en dar al hecho una explicación natural, sino que si algo han pretendido es negarle toda realidad.
III. CERTIDUMBRE DE LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO. -
Para probar la realidad de la resurrección de Jesucristo, nos bastará dejar establecido que verdaderamente estaba muerto cuando le pusieron en el sepulcro, y que, después, apareció lleno de vida. ­Como confirmación más plena de la fuerza de este argumento, demostraremos también que, en el pre­sente caso, se hizo imposible cualquier trapacería, y, en ¡in, que si Jesucristo no hubiese realmente triun­fado de la muerte, el mundo no se hubiese convertido.
PRIMERA PRUEBA. -
A. Jesucristo estaba realmente muerto cuando lo bajaron de la cruz.
1. San Juan, testigo ocular, afirma que Jesús expiró en la cruz, y los tres Evangelistas nos dan el mismo testimonio.
2. Por otra parte, no puede dudarse de ello, si se tienen en cuenta las torturas atroces que sufrió antes de ser clavado en cruz; antes bien, si algo puede maravillarnos es que hubiese podido permanecer en ella vivo por tres horas enteras; la sola crucifixión, según el historiador Josefo, bastaba para hacerle morir.
3. Los soldados encargados de quebrarle las piernas, se abstuvieron de hacerlo porque vieron que estaba muerto.
4. La lanzada que recibió en aquellos momentos habría bastado para quitarle el último soplo de vida.
5. Pilatos no concedió el cuerpo de Jesús á José de Arimatea sino bajo la aserveración oficial del centurión de que Jesús había muerto realmente.
6. Los mismos judíos estaban de ello bien persuadidos: y es de creer que pondrían buen cuidado en asegurarse del hecho, antes de hacer, guardar el sepulcro; tanto más que, á ser preciso, tampoco hubieran dejado de rematar á su víctima. Así vemos, que ni el Sanedrín, ni los rabinos, ni los sofistas griegos ó romanos, pensaron jamás en negar que Jesús hubiese muerto. Nuestros mismos racionalistas modernos nunca han recurrido á la hipótesis pueril de una muerte ficticia del Salvador, y ni aun el mismo Renán logró sustraerse á la fuerza de este último argumento (2).

B. Jesucristo se mostró, en verdad, lleno de vida; después de su muerte.
1. Este hecho aparece comprobado por numerosos testigos oculares que, después de haber visto á su divino Maestro expirar en la cruz, le volvieron á ver, no soñando, ni mientras dormían, sino en pleno día y estando en posesión de sus facultades; escucharon sus palabras, recibieron sus órdenes, tocaron y palparon su carne y sus heridas, y comieron juntamente con Él.
2. Esto sucedió en el espacio de cuarenta días y en circunstancias las más diversas, porque ocurrieron junto al mismo sepulcro del Salvador, en el camino de Emaús, en el Cenáculo, en la ribera del lago, en el monte de las olivas, etc. Ni fueron siempre los mismos los que le vieron, sino que ahora son las piadosas mujeres, ahora San Pedro, ahora los discípulos de Emaús; después los apóstoles reunidos, excepto Santo Tomás que rehusaba creerles; más tarde los mismos con Santo Tomás, que sé rindió por fin á la evidencia; más adelante siete apóstoles en la ribera del lago; por último, en Galilea le vio un concurso de más de 500, entre apóstoles y discípulos, de los cuales vivían aún la mayor parte cuando apelaba San Pablo al testimonio de ellos. (1 Cor. XV, G.)
3. Más lo que da autoridad excepcional á todos estos testigos es que no dudaran en sufrir la muerte en testimonio de la resurrección de Jesucristo. Y sin embargo estos mismos eran los que poco antes se habían mostrado tan duros en creer; y de ellos uno había llegado hasta rehusar, á trueque de no rendirse, el testimonio unánime de los otros apóstoles, protestando que no creería si antes no lograba poner sus manos en las mismas llagas de Jesús.
Resulta, pues, de toda evidencia, por la naturaleza de estas apariciones, por el número y variedad de los testigos y por el conjunto de circunstancias, que el hecho de la resurrección de Jesucristo es tan cierto y demostrado corno el de su muerte.
Luego, este milagro es absolutamente incontestable.
SEGUNDA PRUEBA. -
A los apóstoles érales imposible todo fraude con respecto á la resurrección del Salvador. En efecto:
I. No podían tener intención de robar el cuerpo de Jesús.
II. Aun queriéndolo, no lo hubieran podido hacer.
I. Los discípulos no pudieron robar el cuerpo de Jesucristo.-
No hay hombre que se meta en aventu­ras, por extremo peligrosas, sin motivos verdaderamente graves; mayormente cuando el tal izo puede esperar de ello interés alguno; antes al contrario, es completamente ruinoso para sus intereses. Si son, va­rios los que han de intervenir, la cosa ya no es,sólo dificultosa, sino imposible. Y, sin embargo, esto ha­bríamos de admitir, á creer posible la hipótesis de que los apóstoles hubieran concebido el proyecto qué la impiedad les atribuye.
1°. Hubieran obrado sin motivo .
En efecto, ó los discípulos creían en la próxima resurrección de su Señor, ó no creían, ó estaban en duda.
En el primer caso la sustracción del cuerpo hubiera sido absolutamente inútil. En el segundo lo que hubieran hecho era abandonar la causa de un hombre en el que, como suponemos, ya no tenían ninguna fe. En el último, que fué el verdadero, como se deduce del relato evangélico, el simple buen sentido les sugería que estuvieran á la mira de los acontecimientos, para conformar luego con ellos su conducta.
A menos, pues, que fueran insensatos -y nada nos autoriza para hacer tal suposición -y que lo fueran todos á una, jamás pudo, ni siquiera pasarles por pensamiento, el robar el cuerpo de su Maestro.
2º. Por el contrario, tenían motivos muy poderosos para no meterse en semejante lance:
a. Alrededor de ellos no veían sino enemigos de Jesús, y tan encarnizados, que acababan de tratarle de la manera más cruel, no parando hasta quitarle la vida. De consiguiente, por parte de los judíos, no podían esperar otra cosa más que oprobios, suplicios y aun la muerte.
b. De parte de Dios, vengador del pecado, tenían que temer los castigos reservados á la mentira, á la blasfemia y á la impiedad.
c. Además, su impostura habría de averiguarse al fin, forzosamente, y esto del modo más bochornoso y miserable. ¿Cómo sin instrucción, sin crédito, sin fortuna hubieran podido, ni imaginar siquiera, que podrían llevar á cabo el proyecto más insensato que jamás cupo en cabeza humana, cual, era el de hacer adorar por Dios, á un impostor crucificado en Judea, y esto en todas las naciones del mundo?
d. En fin, si no hubo tal resurrección, Jesús no hubiera ya sido en adelante, á los ojos de sus discípulos, más que un embaucador, y el culpable autor de su vergüenza y de su miseria. ¿Y por un hombre tal habríanse ellos expuesto con tanta bravura á todos los castigos y penalidades de este mundo y del otro?
II. Ni aun queriéndolo lo hubieran podido hacer.­
Para convencernos de ello, basta considerar rápidamente la índole y dificultades de semejante empresa.
El sepulcro estaba cavado en la roca; su entrada obstruida con una pesada losa, la cual, á su vez, estaba sellada y guardada por un buen número de soldados. Ahora bien; ¿de qué medios disponían los apóstoles para realizar el robo? Sólo tres pueden imaginarse: ó la violencia, ó la corrupción, ó la astucia. Pero, en el caso presente, los tres resultan impracticables.
1. La violencia: los apóstoles, cuya vergonzosa timidez no puede ser más notoria, pues acababan de huir cobardemente, dejando abandonado á su divino Maestro en la hora de su pasión, no eran hombres para forzar un piquete de soldados, ni romper los sellos públicos; ni esto sólo, sino que, de poner por obra semejante audacia, imposible era que quedara oculta ó impune.
2. La corrupción: ¿con qué habrían podido co­rromper á los guardas, si siempre fue verdaderamente tradicional su extrema pobreza? Y lo notable del caso es que hubieran debido sobornar á los soldados allí, en el mismo puesto de guardia, y á todos absolutamente, porque la negativa de uno solo hubiera bastado para dar al traste con la empresa. Y estos soldados, ¿estaban seguros de la mutua discreción que unos á otros se debían guardar?
3. La astucia: este recurso es más difícil aún, y hasta imposible. ¿Por qué camino hubieran llegado al sepulcro? ¿Por un conducto subterráneo? ¿Y cómo ó en qué tiempo lo hubieran abierto en la roca viva, sin llamar la atención de ningún guarda? Y una vez abierto ¿cómo lograr rellenarlo luego para que no quedara rastro de su obra? Y puestos dentro del sepulcro, ¡hubieran tenido calma para despojar el cadáver de su mortaja y dejar muy plegadito el sudario que envolvía la cabeza, y, por remate de todo, quedaríales humor todavía para volver la piedra á su sitio, á fin de no suscitar sospecha alguna!
¿O tomaron, tal vez, el camino ordinario? En este caso hubieron de pasar forzosamente por entre los soldados, romper los sellos, apartar la piedra, deshacerse tranquilamente de los lienzos, y doblar el suda­rio, y después, cargados con su Tesoro, volverse por donde habían venido... ¡Ah! ¡y todo esto sin hacer el menor ruido, sin que nadie se enterara de ello! ¿Se dirá que los guardas dormían? Si esto es razón, con­vengamos en que hubieron de dormirse todos, sin que ni uno solo quedara en vela para cumplir la consigna ¡y en que su sueño fue tan prodigiosamente profundo, que todo aquel tráfago de idas y venidas, verificado á su alrededor y en el silencio de la noche, no bastó todavía para que despertara ni uno solo! -Más admitamos que todos dormían. En este caso, ¿cómo explicar aún que no buscaran luego el cuerpo que les habían robado? ¿Cómo no se castigó severamente á guardas tan infieles? ¿Por qué se vieron precisados los judíos á darles dinero é inducirles á que se acu­saran á sí mismos, publicando su propia deshonra? ¿Cómo se explica que, más adelante, estos mismos judíos que continuamente estaban reprochando á los apóstoles el predicar en nombre de Jesús de Nazaret, no les acusaran, siquiera una vez, de que habían robado el cuerpo de su Maestro? No habían pasado dos meses después de la resurrección, y cuando los apóstoles predicaban este gran milagro, los judíos se contentaban con castigarlos é imponerles silencio.
Gire, pues, y revuélvase la impiedad por donde quiera, que por todas partes viene á dar en el lazo que ella misma nos tenía preparado. ¡Qué miserables son las argucias de que se sirve para sustraerse á la luz de la evidencia! Y es que la verdad de la resurrección no puede combatirse, sin ponerse en abierta pugna con la razón y el buen sentido.
TERCERA PRUEBA. -
Aun admitiendo, por un impo­sible, que los apóstoles hubiesen querido robar el cuerpo de Jesús y que, efectivamente, llegaran á realizar empresa tan insensata; con todo no hubieran podido triunfar de otra dificultad mucho mayor, cual era persuadir al mundo entero que -Jesús había resuci­tado y que era Dios; siendo así que, en realidad, no fuera, en tal hipótesis, sino un hombre condenado por la justicia humana, y muerto ignominiosamente en una cruz. ¡Qué de obstáculos, en efecto, se presentaban para la realización de tal proyecto!
1.º Todos los cómplices, autores ó fautores de esta intriga criminal debieran haberse entendido entre sí para acreditar su embuste y comprometerse á sostenerlo, aun á costa de los más atroces suplicios, y esto únicamente para asegurar el éxito, por lo demás imposible, de tal engaño.
2.° También hubiera sido necesario seducirá los numerosos discípulos que no habían entrado en el complot, induciéndolos á creer en las apariciones puramente fingidas de Jesús; é inspirarles una fe tan robusta que fuese capaz de afrontar los más horribles tormentos, y aun la misma muerte, antes que permi­tirse la menor duda sobre la realidad de la resu­rrección.
3.° Hubiera sido necesario engañar no solamente á los gentiles que rechazaban la severa moral de Cristo, que menospreciaban su pobreza é insultaban como locura su muerte en una cruz, sino también á los judíos que odiaban á Jesucristo y que, después de haberle hecho morir ignominiosamente, hubieran hecho todos los imposibles á trueque de confundir tal impostura. Pues bien, recuérdese que, al escuchar la primera predicación de San Pedro, se convirtieron nada menos que 3000 judíos; y que, en la 2ª, este número subió á 5000.
4.° En fin, estos hombres completamente faltos de cuanto puede seducir á las masas, vendrían á ser los verdaderos causantes del cambio maravilloso del mundo entero, y esto sin auxilios divinos, sin otro peso que el de sus afirmaciones, ya que no podían esperar que viniera Dios á confirmar con milagros tan criminal impostura. (3)
¡Qué fuerza tan victoriosa no tienen, pues, las pruebas de la Resurrección de jesucristo, sobre todo si se las considera en su conjunto! ¿Y á qué cosa podríamos ya prestar fe si á hechos tan claros y tan firmemente establecidos se la negáramos?
OBJECIÓN. -
Aunque la verdad de la resurrección de Jesucristo aparezca demostrada de manera que no deje lugar á duda alguna razonable, señalaremos con todo varias tentativas de los impíos para destruir la creencia en este milagro. Y por cierto que no se necesita mucha agudeza de ingenio para apreciar la fuerza de tales argumentos.
1. Strauss trabaja y suda para explicar el modo cómo el cuerpo de Jesús desapareció del sepulcro, y, después de tantas fatigas, acaba por adoptar la solución más descabellada, á saber, que el cuerpo se quedó en el mismo sepulcro.
Esta explicación no tiene más inconveniente que el de contradecir la narración de los cuatro. Evangelios y el darse de bofetones con la verosimilitud. Si el cuerpo de Jesús quedó en el sepulcro ¿cómo no se apoderaron de él los judíos y lo pasearon por Jerusalén y el mundo todo, á fin de destruir de una vez la creencia en la resurrección?
La manera cómo Renán procura desenredarse de tal dificultad, no puede ser ni más cómoda ni menos aguda: «cuestión es ésta, dice, á más de ociosa in­soluble, pues nunca llegará á conocerse este detalle:» Lo cual no le impide que busque á este detalle una docena de explicaciones á cual más arriesgada: el rapto del cuerpo, pudo hacerse, según él, por los após­toles, ó por los discípulos, los cuales pudieran haber­lo escondido en Galilea; tal vez hasta por los mismos judíos, y quizás... quizás..., cosa por cierto nada inverosímil, por el propietario del jardín. Más aún; el que estuviera plegado el sudario parece indicar, no sin fundamento, que anduvo allí de por medio la mano de alguna mujer. Después rechaza todas estas explicaciones, y acaba atribuyendo la desaparición del cuerpo de Jesús... ¡á pura casualidad! (4)
2. Con iguales dificultades topan los incrédulos al explicar la fe inquebrantable de los apóstoles en la resurrección. Strauss hace esta confesión: «Si no hay medio de explicar sin milagro el origen de la fe en la resurrección de Jesús, nos vemos obligados á negar todo lo que hemos dicho, y á renunciar á nuestra empresa.» Además, el mismo autor rechaza, como inverosímil, el caso de impostura por parte de los apóstoles: «jamás, dice con razón, habrían puesto tanta fe en una mentira, hasta perder por ella la vida.» Por fin, y persuadido tal vez que con ello daba satisfacción cumplida á todas las dudas, afirma sin titubear que los apóstoles fueron engañados, y que la causa de su engaño hubo de ser, ni más ni menos, la imaginación. Por tanto la resurrección de Jesús, según este impío- y Renán encuentra la invención muy de su gusto- es el simple resultado de una alucinación, el efecto de una fantasía desbocada. Y así dice: «como los apóstoles se encontraban en un esta­do de grande sobreexcitación, tomaron por realidad lo que no era sino simple juego de imaginación».
Tan gratuitas aserciones por sí mismas se refutan. Si todavía no merecen fe testigos que ofrecen tales garantías de veracidad ¿qué cosa del mundo podrá jamás ser digna de ella?
Si la resurrección de Jesucristo no tiene otro fundamento que la alucinación, los apóstoles y discípulos han creído ver lo que de veían, oír lo que no oían y tocar lo que no tocaban; pero del relato evangélico consta todo lo contrario: luego... Pues lejos de estar predispuestos á admitir fácilmente la resurrección, lo que hicieron fue encerrarse en el Cenáculo por miedo á los judíos, y aban­donarse á la desconfianza: ¡tan olvidadas traían las predicciones de su Maestro! Se resistieron á creer en el testimonio de las santas mujeres; cuando Jesús se les apareció, tomáronle al principio por fantasma, y no salieron de su engaño hasta que hubieron tocado y palpado el cuerpo del. Salvador y, finamente, vístole comer con ellos. ¿Aparece aquí traza alguna por donde se eche de ver la tan decantada alucinación:
Porque, aun en este supuesto, preciso fuera que todos los discípulos, absolutamente todos, hubiesen sido víctimas de dicha alucinación, incluso aquellos tardos de corazón y pusilánimes que iban á Emaús, y aquel primer incrédulo, Tomás, y los quinientos discípulos que presenciaron la ascensión de Jesús. (1 Cor., XV, 6.) Ni esto solo, sino que tal engaño hubiera tenido que prolongarse por espacio de cua­renta días, y repetirse en circunstancias las más diversas, y, finalmente, cosa tal vez más rara que las anteriores, se hubo de desvanecer de una vez y para siempre el día de la ascensión, fenómeno, á su vez, también puramente imaginario!
Más todavía: ¡sería necesario admitir que el acto de apartar la piedra del sepulcro y el espanto de los guardas fueron igualmente pura ilusión; que los mismos guardas fueron también alucinados; que el sepulcro no estuvo vacío más que en la imaginación de los discípulos! Á la verdad, que está uno tentado de preguntar si hablan seriamente los escritores que tales hipótesis sostienen.
Pero aun suponiendo todo esto posible, quédase todavía por explicar cómo el Cristianismo, que en tal caso no tiene por fundamento más que una ilusión, se ha podido establecer, regenerar el mundo v, á despecho de todos los obstáculos, perpetuarse hasta nosotros á través de los siglos. Á la verdad que este solo milagro sería más grande que todos los otros. (5)

CONCLUSIÓN. -
Es, pues, absolutamente cierto que los Evangelistas no se han engañado acerca de la resurrección de Jesucristo, que no han querido engañar, y que, aun en el caso de haberlo pretendido, tampoco lo hubieran logrado. Jesús, después de una muerte tan real como la que más, salió vivo del sepulcro, conforme lo había anunciado El mismo, en testimonio de su misión divina. El es, por lo tanto, el enviado de Dios; y su obra, la religión cristiana, una obra divina.

Yungay Noticias.